Encuentra contenido adicional en nuestro blog
La vuelta a casa fue dura muy dura. Siempre hemos bromeado con que cuando salimos del hospital seguro que hubo hasta aplausos. M. no cesaba de llorar.Los que en su día dijeron: “Relájate”…ahora decían…”No querías niño?” Estos no tienen hueco de pensar ni feedback ni sala de espera en su cabeza.
R. y yo sobrevivimos a base de escarbar uno y descansar el otro para así ir viendo la luz. Un día uno flaqueaba, al día siguiente caíamos los dos, pero había que levantar aquello. M. no cesaba de llorar. Recuerdo pediatras, enfermeras pediátricas, matronas y personal del centro de salud absolutamente preocupados, implicados y sin respuesta.
Recuerdo que pasaban los días y M. seguía llorando.
Nos enseñaron a soplar, a no agitar, a relajarnos, (maldita palabreja que llega siempre en el peor momento), a saber que tanto cianótico o en apnea no sufriría lesiones cerebrales (tal cual) y a que la frase “ lo estáis haciendo muy bien” consolaba hasta la puerta del ambulatorio. No tenía efecto hasta casa.
M. seguía llorando, sufriendo, demostrando angustia y no dando muestras de estar muy en paz. Renunció a disfrutar de su cuna, a disfrutar de la comodidad de su carro, de las vistas de su silla del coche, de la diversión de su hamaquita o simplemente del gusto que da dormir a pierna suelta. M. sólo mostraba debilidad por los brazos de aita y ama. Aita y ama, esos grandes ingenuos.
Unos ingenuos que prepararon al detalle todo lo material, que grabaron en la memoria los rituales de higiene, comida, abrigo y decoración infantil. Unos ingenuos que pensaron que volverían a jugar a los recortables. Que sería más fácil que cuidar de la orquídea de foto que decora el salón.
Buscamos ayuda y otra ayuda vino sin buscarla.
No tengo palabras suficientes de agradecimiento hacía I., mi matrona de los últimos días en el centro de salud de Bilbao. Cómo de manera mágica surgió en forma de llamada telefónica y ante mi casi no voz y relato angustioso de lo que nos ocurría me aportó normalidad. Si, normalidad, mucha normalidad.
Apareció el concepto Apego.
Cómo puede ser que sepa más de tallas de pañal e ingredientes de crema de culete y no me haya interesado en saber que lo único que mi hijo necesita es que yo entienda qué es el apego.
Me habló, me tranquilizó y me sugirió la llegada de nuestra salvación. El foulard.
Hubo paz, algo de paz, aunque los malos momentos no cesaron.
Bajo su consejo busqué los grupos de lactancia de mi centro de salud. Acudimos los tres en busca de consuelo. M. era un experto lactante y me evitó llagas, malas succiones y demás secuelas del postparto. Quiso que todo se centrara en él. En su necesidad. Cómo no pude saberlo antes?
Cuando llegó nuestro turno en el grupo de lactancia M. mostró con hechos lo que ya no sabíamos contar con palabras. Estábamos agotados, muy nerviosos, y, en cierta medida, frustrados por no poder aportar nada positivo.
En aquel turno me fui con el mayor valor que he recibido a modo de medicina, consejo, terapia, consuelo y madurez. Las dos matronas que me recibieron, me escucharon y me otorgaron el valor que como ama desconocía que tenía en M.
Apoyaron absolutamente el uso del foulard pero me contaron con palabras muy calmantes que la necesidad de M., la necesidad de nuestro contacto, cariño, abrazo, sosiego, consuelo… se iba a transformar en fortaleza en él y mayor seguridad:
Amatxo, Aitatxo…dame más y me iré antes.
Asumimos que la solución la teníamos nosotros.
Aprendimos que llegarían más tarde las visitas, que los paseos serían más cortos, que el uno consolaría al otro en los peores momentos, que curaba más un abrazo susurrando “…no sabes cuánto te quiero” en el oído de M. que mil sonidos, trucos y leyendas de Google y amamas sabelotodo.
Asumimos que necesitaríamos otros nueve meses hasta que M. diera tregua y que empezaríamos a disfrutar con él, todos a la vez.
Seguimos soplando muchos días, decidimos no compararnos con ningún otro colega de M. y valorar lo claro que el muchacho tenía todo. Aprendimos con él a valorar cada logro.
Y así, cada avance, cada sonrisa, cada momento de su paz era celebrado con miradas de absoluta alegría. Le éramos útil.
Acepté y me sentí en paz durante este tiempo pensando que habíamos peleado por él casi cuatro años sin descanso y simplemente el nos daba su amor de la mejor manera…qué mejor que criar a tu hijo contigo…
Los consejos dieron paso a la realidad y casi nueve meses después llegó la serenidad.
Decidimos vivirlo como un triunfo de los tres pero también decidimos vivirlo nosotros. Nadie mejor que nosotros para entenderlo y no juzgarlo.
Hoy M. es un niño espectacular, que sigue requiriendo y demandando muchísimo contacto y que así consigue apaciguar sus miedos y necesidades. Consigue controlar en nosotros los mismos desarreglos hormonales, sociales, laborales, sentimentales de entonces con sólo sonreír.
Conserva desde que nació una pequeña costumbre que le relaja. Nada de chupetes, ni ositos, ni muñecos de apego. El sólo necesita tocarnos la cara, justo a la altura de los labios para estar en paz.
Estoy convencida que también lo hace para que nunca nunca nunca perdamos la sonrisa.