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Durante más de un año aquella minúscula sala se convirtió en mi sitio de pensar. No quiero pensar que fuera como castigo pero si como reflexión con un gran feedback entre mi lado racional y el sentimental.
Aquel día de setiembre llegué acompañada por Raúl. Era el último que pasaríamos por allí. Recogeríamos el alta, nos despediríamos de un intenso año y daríamos las gracias por los consejos, tertulias, caricias, miradas serenas y fuerza recibida. No para lo que esperábamos sino para lo que no sabíamos que llegaría.
Si he aprendido algo en una sala de espera es a respetar. Detrás de una mirada perdida no sabes nunca si hay duda, miedo, esperanza o simplemente agotamiento.
Aquel miércoles estábamos pocos, una pareja silenciosa y pensativa al igual que nosotros. Nos miramos de vez en cuando los zapatos buscando alguna respuesta por el suelo o para no incomodar al de enfrente con la intranquilidad que da la sala de espera.
E., mi amatxuenfermera, se había empeñado en acompañarme al aseo y que probáramos por última vez antes de firmar el folio amarillo del alta.
Como una teenager inquieta en la puerta del aseo, la recuerdo vibrando, esperó a que saliera con toda mi santa paciencia y la sensación de que debes recoger los bártulos e irte.
En los cuatro años de espera hasta llegar a este aseo ha habido desarreglos hormonales, racionales, sentimentales, sociales, laborales… Y Elena estaba ahí. Al teléfono y al otro lado de la sala de espera. Abría la puerta y sonreía. No lo podía hacer mejor.
“Qué mujer!” Pensé en el baño mientras era incapaz de llenar el botecillo.
Volví con R. a la sala de espera, en el lado de la derecha, cerca de la puerta. Como siempre.
Él callado. Había decidido en los últimos meses que no mostraría duda ni agobio. No mostrar no significa no sentir.
Relájate. Cuántas veces puedes oirlo en cuatro años? Basta!!! Ni una más!
De repente, a nuestra derecha, al otro lado de la puerta, en la consulta donde Ruth, Ainhoa, Elena o Meli me habían guiñado tantas veces los ojos, parecía que se celebraba una gran fiesta por el cambio inesperado en el tono de sus conversaciones, risas, aplausos y movimientos.
Sonriendo por tal hecho nos pilló E. a R. y a mi cuando inmediatamente de tal jolgorio salió con la muestra de su alegría.
M. acababa de recibir su primera ola. Nacería el 26 de junio de 2014.
Llegaba plantándonos en la cara una lección preciosa.
Llegaron mil pruebas, las nauseas, los vómitos, las pérdidas, los silencios, las miradas urgentes de E., las ecos, la amniocentesis, los vómitos, la prueba corta, la prueba larga, otra prueba larga, ( madre de Dios no puedo mássssss), oooootra prueba larga, los vómitos, las patadas, las patadas en las costillas, los ronquidos prodivorcio, los vómitos, las nalgas, las dietas, los antojos, los vómitos ( anulan los antojos, no?), los ardores y las noches de ardores durmiendo en vertical.
El acto de presentación de M. fue un jueves. De madrugada.
Las contracciones se precipitaron, la epidural llegó tardísimo y tú, quien seguro sufriste más que yo, estuviste a mi lado. Me gustaría verte y decirte que jamás me olvidaré de ti. De tu rostro, de tu niño y el por qué de su nombre, de tu disgusto, de lo que sufriste. Quizás no salió tal y como ambas esperábamos. Tú por tu experiencia y yo por mi inexperiencia. Quizás M. sufrió más de lo que querías pero no te olvidaré.
Si hoy tuviera la oportunidad de volver a verte sé que necesitaría darte un gran abrazo.
El acto de presentación de M. no fue muy de portada de Hola. Sin querer frivolizar el chico vino cantándonos por bulerías.